miércoles, 10 de octubre de 2007

Ser uno Mismo

En esas noches de insomnio en las que las ovejas no bastan para poder alcanzar el séptimo cielo y conciliar el descanso, me pregunto por qué siempre que voy en el autobús en una silla incómoda me quedo frito. Y en ese momento en el que ansiosamente necesito que mi espíritu se libere y viaje libremente hasta los confines, como pensaría cualquier chino, recuerdo esos largos viajes en los que al son del sonido del motor del camión, a la diestra de mi Señor Padre con tan sólo dos años podía conciliar el sueño como un bendito.

Son esos momentos de suprema inocencia en los que no conoces la vergüenza, y no te importa pararte a hablar con las personas que se sientan en los portales a ver el atardecer y comentar lo que ha sido ese día. Sacas del camión las camisas, las faldas, los blusones; y los enseñas con más arte que el mejor de los comerciantes, con una sonrisa de oreja a oreja. Y lo curioso es que nada más por la mera situación de que un miko de 3 años, con toda la naturalidad del mundo, sea capaz de comportarse de forma tan sumamente abierta y expresiva, haces que caigas en gracia.

Con el tiempo llegas a la guardería, al colegio y más tarde al instituto. Allí te enseñan esos “usos sociales” y ese código social interno que en parte te restringe a comportarte de forma natural, a preguntar compulsivamente el porqué de las cosas, y tristemente a perder la capacidad de decir en cada momento lo que piensas sin maldad alguna. Evidentemente la sociedad por sí sola se encarga de castigar esa desfachatez de aquel que se atreve a ir en contra de este código deontológico, y llega un momento en el que te sientes aislado, compungido, te sientes diferente.

Lo gracioso es que paradójicamente escuchas al mismo tiempo que aquellas personas que han triunfado en la vida han sido, eso precisamente, diferentes. Tu mente en aquellas décadas de la vida no da para tanto, y lo único que te permite procesar es que “eres raro”, que “no tienes amigos” y que te gustaría tener la misma aceptación que tienen el resto de tus amigos, aún sacrificando eso que parece ser tan valioso para triunfar en la vida, ser diferente.

Nunca llegas a ponerle nombre y apellido a estas sensaciones tan complejas, hasta que llega alguien, que habitualmente te conoce bastante bien y que podría ser tu tía Clota, y te dice: ¿Tú sabes quién eres? Esa pregunta que por un intervalo de tiempo te parece tan evidente de contestar, poco a poco se torna más compleja de responder. A veces te frustras, porque por un momento llegas a dilucidar el alcance tan alto que tiene esa pregunta y la respuesta tan imposible que tiene para ti en ese instante. ¿Quién soy yo?

Una noche por fin llegas a plantarle cara a la situación y te colocas delante de tu mesa con un folio y escribes la gran incógnita. Te quedas pensando largos minutos que te resultan una eternidad… pero por fin parece que empiezan a brotar palabras. No te termina de convencer lo que lees, pero es un comienzo. Empiezas a saber quién eres.

En otra de esas tardes de café con tu tía Clota en las que tienes una intensa charla existencialista te hace la segunda pregunta… pongámonos a temblar, porque si la primera era difícil de responder veremos a ver cómo será la segunda. Finalmente te pregunta: ¿Qué es lo que quieres? Al principio te causa risa la pregunta, porque la primera respuesta que tu mente es capaz de procesar es “un azucarillo por favor”. En el transcurso de la charla llegas a pensar que esta pregunta a priori no tiene tanta dificultad como la primera, aunque de por sí también resulta confusa.

Reflexionas y meditas, y tu cabeza en un principio se va hacia lo más inmediato. “Quiero ser médico, o ingeniero, o maestro…” las opciones son múltiples, y aunque no vamos a quitar mérito al hecho que involucra llegar a colmar todos esos proyectos que al principio no son sino meros sueños, realmente a posteriori te das cuenta que eso al lado de lo que verdaderamente está planteándote a gritos la pregunta, no es sino la punta de un grandísimo iceberg. ¿Qué quiero yo para mi vida? ¡Madre mía! Pero si ya me cuesta decidir de lo que quiero vivir, ¿cómo voy a decidir lo que quiero para mi vida?

Realmente si llegamos a este grado de conocimiento podemos considerarnos como diría Ortega y Gasset por encima de la masa, por encima de aquellos que simplemente se conforman con copiar lo que ven a su alrededor, sin pararse a ver por encima de sus narices y darse cuenta que hay otra vida. Si conseguimos traspasar ese límite se nos abre un mundo bastante confuso, lleno de incertidumbres, de dudas y hasta de temores. A veces pensamos que la solución es la carrera o el oficio… no, pero esa no puede ser, porque esa es la primera respuesta en la que estuvimos pensando, con lo cual la solución debe ser algo más compleja. Más tarde se nos ocurre la feliz idea de creer que una persona va a dar sentido a esa respuesta que ansiamos para esta incógnita tan grande. Nos llevamos el palo de nuestra vida, y una vez que nos levantamos con algunas heridas de guerra más en nuestros lomos, llegamos a la conclusión de que quizás la respuesta no esté ni en el oficio ni en las personas, sino más bien dentro de nosotros. Claro que, esto supone un problema, porque aún no tenemos definida la primera incógnita, y sin tenerla clara, ¿cómo vamos a buscar en nosotros mismos? El asunto se complica bastante…

En otra de nuestras tantas visitas a la casa de la tía Clota empezamos a temblar. Sabemos que viene un momento crucial, aún no hemos conseguido terminar de solucionar ninguno de los dos enigmas anteriores y viene algo seguramente más gordo encima. Esperamos ansiosos a ver por donde nos sale ahora nuestra querida tía Clota, y por fin nos pregunta. ¿Sabes ya cómo conseguirlo? Al principio nos quedamos con una boca que nos llega hasta el suelo pensando en qué se refiere. Pero en el fondo lo sabemos, sabemos que nos pregunta por lo que queremos, por lo que anhelamos… y en ese momento es con total seguridad, el instante en el que llegamos a comprender que sabemos la respuesta, que sabemos lo que queremos, aunque no sepamos ponerle nombre y apellido, como si tuviéramos una regresión a la etapa preoperacional. Finalmente respondemos: Aún no lo sé. Y ella a su vez nos responde: En el momento que una persona sabe quién es, lo que quiere y cómo conseguirlo, no hay quien pueda detenerla.

Son esos momentos en los que ya sopesas fríamente y vuelves a plantearte algo por lo que años atrás se te castigó y se te aisló. ¿Realmente merece la pena ser diferente? Yo Verónica, pienso que sí, porque es lo único que puede hacer viva y dicha nuestra existencia, y sobretodo lo único que puede hacer que nos encontremos con nosotros mismos y que sepamos lo que queremos para nuestra vida, que es tan corta como el florecimiento y senectud de una amapola. Y en esto radica el único secreto que tiene la felicidad, en nosotros mismos.

Con mucho Amor.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A Veronica por el cadual de Pablo:

Algun dia comprenderas que vivir la vida con mucha intensidad y pasion, que escuchar siempre al corazon, que derramarse siempre por los rincones caiga quien caiga y lo que caiga....a pesar del dolor, las heridas y los tropiezos, la humillacion y el rechazo......merece siempre la pena. No obstante si uno se quiere y se comprende por dentro, la vida cambia mucho a nuestro alrededor. Escucha y aprende de Pablo que de eso sabe un rto largo.
Besos para los dos.

Anónimo dijo...

... qué decir ... Gracias, tía Clota :)